by - agosto 13, 2016

  Creía en todo, digo, me encargué de observarla siempre que podía; su positivismo extremo, la mentira del dolor, porque no lo creía en lo absoluto, solía verlo como algo subjetivo, sin sentido y quería encargarse de que todos lo supieran; su miedo extremista pero también su pasión, y aquí la razón: odiaba temerle a algo que amaba. Y puedo jurar que es su principal característica para que la quiera tanto; tenía muchísimo orgullo, pero lo cierto es que lo único que necesitaba era que la quisieran; podía pasar por alto hasta los peores errores de los demás pero ella se exigía más que a nadie, hasta el punto de hacerse odiar, sabía también que por eso solía desagradarle a los demás; era inconstante hasta el cansancio, hasta a mí me molestaba su extraña y a veces odiosa manera de ser. No voy a mentirles, la odié por mucho tiempo y sin razón, hoy no tengo palabras para expresar cuánto extraño que esté acá. 
  Creo que otra cosa que tanto me encantaba, era su forma de ver las cosas, siempre pudo ver más allá de lo que alguien más podía, y me decía, y la escuchaba, hasta que dejó de hacerlo. La lluvia le hacía mal, solía pararse frente a la puerta y observar cómo caía agua, pero le dolía ver dolor en donde quizás no lo había, el ambiente hacía triste todo lo demás; y aquí otra de mis cosas favoritas: era malditamente sensible, con todo, cosas y personas, se sentía mal por todo, por lo que no podía resolver, incluso por lo que no existía o no presentaba problema alguno, cómo explicarlo: se sentía culpable por demasiadas cosas, incluso con el más mínimo detalle, cuando sabía que había hecho algo mal, porque, como dije, no aceptaba para ella algo menos que la perfección. Y aún así con errores y aciertos yo la odiaba, la odiaba tanto. 
  Era sumamente superficial, hasta el cansancio, usaba a cada persona a su favor, sabía exactamente qué decir para conseguir lo que quisiera, aborrecía no poder lograrlo conmigo, de cierta forma éramos parecidas. Y eso también le dolía, saber que terminó siendo lo que juró jamás ser. Pero simplemente no podía evitarlo. 
  Le asustaba la oscuridad, veía cosas, sentía siempre una presencia, pero vamos de nuevo: amaba esas cosas, aunque les temiera. 
  Raras veces admitió un error, no se permitía esas cosas; odiaba sentirse menos que los demás, aunque más de una vez le hayan dicho que se creía más de lo que realmente podía llegar a ser, pero lo era, era más que todos ellos, en el buen sentido, aunque nunca me haya dejado hacerla entrar en razón. 
  Tenía extrañas maneras de descargarse, no lloraba, no se lo permitía, "se me van a acabar las lágrimas para cuando realmente las necesite", me decía. Hacía cualquier otra cosa, bailaba, miraba burbujas, extrañamente, la tranquilizaban, pero casi siempre prefería guardarse todo antes que preocupar a alguien más, antes que sentirse una molestia, siempre solía decirme que: el dolor es una etapa, que rara vez vamos a dejar de transitar, pero que aunque sea parte de nosotros, no es algo verdaderamente verídico, siempre tenemos la posibilidad de cambiar, de progresar y de parar lo que hace mal. Pero ella prefería sentirlo, pensaba que de esa forma se iba a ir más rápido. Y otra cosa más que amé desde el primer día: anteponía la felicidad de los demás sobre la suya, siempre, porque no se preocupaba por ella, en lo absoluto, sabía bien qué pensamiento de su cabeza tocar, para que todo volviera a la normalidad. 
  Siempre se preocupó por su presente, por vivir con emociones, para ella no había nada más verdadero que sentir, si no sentía no podía seguir, si habrá sido la razón por la que se alejó de tanta gente. No podía ver más allá que el mañana, como mucho; pensaba en lo que podía suceder y solía agobiarse cuando lo hacía, hasta que dejó de preocuparse por todo. 
  Lloraba, y mucho, pero hace mucho tiempo atrás, todos los días de su vida, y se encargó de decirme que se sentía seca, que nada más podía hacerle sentir de la misma manera, que por eso quería guardar lágrimas, porque nunca iba a saber si las iba a necesitar en un momento realmente doloroso. 
  No podía enojarse, no podía gritar, no podía pelear con nadie más, porque en cuanto lo hacía se ponía a llorar. Odiaba ser así. Pero yo la amaba, a veces.
  Siempre tuvo la costumbre de decepcionarse de los demás, pero decir adiós era una de las cosas que más le costaba. 
  Era demasiado escéptica, tenía la costumbre de mirar a los demás y poder ver el dolor que los ojos tenían, para intentar ayudar, tantas veces lo hizo conmigo...
  Sabía instintivamente el punto débil de los demás, más de una vez lo usó a su favor. Odiaba lastimar, pero amaba hacer sufrir a alguien. Y es bastante contradictorio. De igual manera era demasiado hipócrita, y era algo que odiaba ver reflejado en alguien más. 
  Es que siempre pensó en hacer todo bien, y más de una vez desvió las cosas, siempre amó mover ciertas cosas de lugar pero no aguantaba cuando las consecuencias eran malas. 
  Y la quise tanto por la forma que tenía de mirarme, siempre me observaba desde una cierta distancia, con el miedo de saber a qué estaba enfrentándose, como si fuera algo fuera de lo normal, nunca supo cómo avanzar, lo supe, podíamos pasar días enteros hablando que no había fin, no existía algo mejor. Por eso la aprendí a amar: después de decepciones, me hizo creer. Otra vez. Y fue algo tan preciado, siempre me acuerdo de lo que fue, pero como aún así nunca va a volver a ser.

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